viernes, 30 de marzo de 2007

Tormenta





















Con su figura delgada y cristalina
la lluvia pincela de agua dulce
las melancólicas formas que imagino
alivia
el ocaso de mi cansada frente
y llueve por dentro del cuerpo.
-manantial liberado que corre
compitiendo con mi sangre-
Siento la memoria y el consuelo.
Caminan escondiéndose
en el recinto sin fondo de mi esencia.
Una prolongada sensación
denuncia perdidos signos.
Afuera la tormenta desplaza sueños
es fiel mandato.

Los árboles celebran con el viento
un rito fantasmal que avanza
y aúlla a mi oído lamentos perdurables
-No resisto-
Mi cuerpo tiene apenas una trama color nácar
que lo ampara
y conjuga gestos pálidos
sobre venas indomables.
Debajo de la piel otra tempestad estalla.
Soy prisionera en la doliente marejada
que disfraza penumbras.
Lejos está la llovizna
polvo de soledad que caía
atenuando forma y silueta de las casas.
No quiero sentir el látigo de lluvia
sobre notables cicatrices
tampoco la mirada indiscreta del aire
simulando ráfagas.
Mi temporal deja en libertad raíces
y dibuja filigranas de plata.

Se desgajan mis desvestidas ramas
ya no son cautivas de la rabia.
Trombones azules mienten un final cercano
Me consuela el silencio
después de las nacidas emociones.
Más allá de mí
el sol se va en puntas de pie hacia la noche.



® Cecilia Ortiz

domingo, 25 de marzo de 2007

Verano





Mi hermana y yo acostumbrábamos a pasar nuestras vacaciones en casa de los abuelos maternos. Mara y yo disfrutamos siempre, hasta que cumplimos los doce años.
Verano.
Beo y Aba, así los llamábamos desde la media lengua de las primeras palabras, habían planeado salir en bicicleta.. Cada uno llevaba una nieta en el asiento de atrás.
Quiso no sé qué misterio que la bicicleta de Aba no quisiera andar. Los pedales giraban, las ruedas también, pero, empecinadas, no se movían del lugar.
Mi hermana me miró con cara extraña. No dijo nada, pero entendí que decía. Si no voy yo, no vas.
Sonreí. Me aferré a la cintura del abuelo, que indeciso aún no hacía andar su bicicleta.
La tarde comenzaba unos giros de viento, hojas sueltas, mariposas y el sol filtrándose entre las ramas de los árboles. Nosotros detenidos o con movimientos lentos, mirábamos la bicicleta empacada.. Sin hablar.
Pensé con fuerza, con mucha fuerza, que todo se solucione. Los segundos jugaban con mi pelo trenzado.
Apareció Pablo, mayor que nosotras, con su bici nueva. La escena se iluminó con la sonrisa de todos.
La abuela , para consentir a Mara le pidió que la llevara . No lo dejó decir una palabra, cuando lo intentó, mi hermana, con cara de triunfadora, ya estaba sentada detrás.
Salimos los cuatro. Mariana me miraba desde altura que le daba el estar con Pablo. A mí me pareció que el suelo me atrapaba, tan abajo me sentía. Se soltó el pelo.
Me sentí mal con mis trenzas. Cuando intenté soltarme del abuelo, para arrancar los moños con fuerza, tuve que escuchar lo de siempre. No te sueltes, que te podés caer, tranquila nena, disfrutemos el paseo . Mirá que linda se ve la casa desca acá.
Desde acá, era la cuesta rodeada de casas y jardines , allá abajo la antigua construcción donde veraneábamos se veía pequeña. No me pareció linda.
No dejé de mirar a Mariana ni un segundo. Iba radiante. Igual que Pablo.

Regresamos a la tardecita, por la calle de tierra, la que tiene un techo de árboles siempre verde. Mis lágrimas se escondían en la camisa del abuelo.
Me casé con Pablo ocho años después. Desde ese día mi hermana no me habla.
® Cecilia Ortiz