miércoles, 28 de febrero de 2007

5 Líneas de la página 123




"-Si no es mucho pedir , antes de medirnos me agradaría conocer el motivo.

-General, es usted un opresor de las libertades y derechos de los individuos. Libraré a esta provincia de su tiranía.

Quiroga mira fijamente al gringo, que también lo estudia a él con los ojos quietos, tranquilos, transparentes."



Amores insólitos de nuestra historia, autora María Rosa Lojo, escritora argentina.

Del relato: Ojos de caballo zarco.


Atrapa la escena, el encuentro de Facundo Quiroga con un extranjero que lo reta a duelo en su propia casa. El motivo: Quiroga había confiscado su estancia, lo producido en ella , para el mantenimiento del las tropas que dirigía.

El gringo estaba enamorado de una joven , y el padre no aceptó la propuesta de casamiento a menos que el hombre estuviera asentado, tuviera una hacienda, estancia, etc. Y cuando lo logra...


Contratapa del libro: Si la experiencia del amor es, en principio, un patrimonio compartido por todos los seres humanos, en estos amores insólitos de nuestra historia se exarberan las distancias y las diferencias (de clase, raza, cultura, edad, poder) para bien y para mal de los amantes.

Manuela Rosas, Domingo Faustino Sarmiento, Ulrich Schmidt, Julio A. Roca y Eduardo Wilde son algunos de los protagonistas de esas curiosas historias de amor, donde la investigación minuciosa y la documentación precisa se unen a la imaginación.

Una anécdota poco visitada y la mejor literatura se dan cita, gracias a maría Rosa Lojo, en estos amores insólitos que indagan la naturaleza de la pasión en una sociedad hecha de mezclas audaces y complejas alianzas.


María Rosa Lojo 2001

Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S.A. de Ediciones 2001

De esta edición: Suma de letras Argentinas S.A. (Punto de lectura Argentina) 2006

El juego fue propuesto por María Antonia Moreno Mulas ( Cuántos cuentos cuentas tú) que lo heredó de Aurefaire, y consiste en copiar cinco líneas de la página 123 del libro que estás leyendo, si quieres jugar, avisa.
Como no me doy cuenta de cómo pasarlo por aquí.. lo derivo por mensajes a:
María - Fotografías en la pared-
sansara- Todas esas cosas que no cupieron en una servilleta

sábado, 17 de febrero de 2007

En la casa





Me acuerdo bien de esas noches. La abuela me llamaba desde su cuarto.
-¡Amalia!
Yo corría por la escalera, llegaba hasta el costado de la cama corriendo, dejándome caer en el borde. Ella se mecía como un niño.
Se le achinaban los ojos mientras la sonrisa abría un surco en su cara.
-¡Contámelo otra vez- La voz de la abuela me acariciaba.
Yo le contaba que el nombre de mi novio era Domingo, como el abuelo; que iba a ser ingeniero, como el abuelo; que vivía solo, en una pensión; que fumaba habanos, como el abuelo; que se quería casar en septiembre.
La abuela me daba la mano.
-Decíme qué día.
-El veintiuno.
-¡Qué lindo! Me gusta que sea como tu nono.
Mis palabras seguían con la historia. Los suspiros de las dos jugaban al sube y baja.
-Parece que va a llover- interrumpía la abuela.
No hablábamos más.
A su lado el sueño llegaba en silencio. Cada noche igual a la anterior y a la siguiente.
Alguna vez la lluvia distraía los secretos del jardín; nos dormíamos contentas.
Cuando la abuela murió no corrí más por la escalera.
Me quedé abajo, puse la cama cerca de la chimenea. Duermo del lado de la ventana grande, así, cada tanto, la luna silenciosa me cubre con su luz triste.
La casa se estremece con las tormentas; la construyó el abuelo cuando llegó de Italia.
Mientras los relámpagos corren por el cielo y los truenos me asustan, huelo un pañuelo perfumado. Imagino que la abuela me acuna.
Los gatos del vecindario caminan por la medianera, miran con recelo la ventana. Siempre los veo pasar.
Desde que se fue el abuelo todo se va.
Mi mamá, mi hermana, la hermana de mi mamá.
Nadie se queda.Sólo yo y la mentira, dueña del cuarto vacío; me llama cada noche para que mienta otra vez.
® Cecilia Ortiz

viernes, 2 de febrero de 2007

Andén de vida

De la mano de mi abuelo conocí la estación de Villa Ballester, sentados en la sala de espera , vimos pasar los trenes locales y los que se detenían para cargar la bolsa con el correo o las encomiendas. El reloj de la sala llamó mi atención, una aguja larga, una corta y una delgada que no cesaba de andar. Aprendí el funcionamiento y volví a casa con el nuevo conocimiento, como si fuera algo maravilloso. Para mí lo era. Ya no tenía que preguntar, era yo la que preguntaba: ¿te digo la hora?Cada visita a la estación de tren era una fiesta. Los horarios de los trenes, me cautivaron.¿Cómo sabían que debían llegar, quién les avisaba?¿Nono, cómo saben los trenes? Los veía con vida propia. También aprendí que no era así. Que había muchas señales, muchas personas, muchos contratiempos. La sala amarilla, como la llamábamos, servía de aula.La Abu llegaba algunas tardes con la merienda caliente. La casa no estaba cerca de la estación.. Pero ella llegaba con su mejor sonrisa y una pequeña canasta con el termo, algunas galletitas y casi siempre con un buen trozo de pastel de manzanas, tibio.¿Nono, se puede guardar el calor del verano para cuando llegue el invierno?¿Y si le llevamos a la Abu un poco de luz del sol, para cuando esté cosiendo en la máquina y sea de noche? Los trenes indiferentes a mis inquietudes pasaban siempre con el mismo rumbo. Hacia la derecha, al interior del país. Hacia la izquierda , a la Capital.Arriba, abajo, delante, atrás, la hora, los horarios, invierno, verano, luz y sombra. Ya estaba al tanto de todo.Ya crecí Nono, ahora puedo venir sola a ver los trenes. La sonrisa y los ojos claros me dieron la bienvenida al mundo de los grandes. Tenía cuatro años y toda la energía del mundo. Eso creí.El abuelo se fue seis años después. La Abu cuando cumplí veinte. Mucho antes que el Nono, habían partido papá y mamá.El andén me esperaba todas la mañanas, subía al tren , y luego de ocho o nueve horas, otro tren me dejaba en el mismo lugar. Me quedaba en la sala de espera, sin esperar a nadie. Estar allí era recuperar mi familia.Veía envejecer a mis compañeros de viaje, y todas las mañanas frente al espejo renegaba de las arrugas. Me decía que eran prematuras, pero sabía que no lo eran. Iba más temprano para verme en otro espejo que no fuera el de casa. Donde me miraba era el horario de trenes, enmarcado y protegido por un vidrio. Allí me veía mejor. Mucho mejor.Acepté casarme con Javier, siempre me había gustado su cara jovial, su manera de cederme el asiento apenas me veía ingresar al vagón, su voz al preguntarme: ¿cómo estás hoy?, el tono cuando me decía: hasta mañana, dulce.Y amé cada mañana y cada tarde que fue mi compañero de viaje en tren, sin saber que lo que amaba, era otra cosa.El siguió viajando, yo, en casa. Lo iba a esperar con alegría, la sala me recibía iluminada por el sol de la tarde, era un buen lugar para alguna labor de mano y la calidez de la lana , las agujas moviéndose ágiles, mis compañeras de esos momentos. Hasta que llegaron los hijos, se complicaron los horarios y cuando me di cuenta, la sala de espera se hizo recuerdo.El amor se desgastó sin saber cómo. Los niños, la casa, el dinero que no alcanzaba. Propuse un viaje en tren para las vacaciones. Y allá fuimos. Pero el tren no solucionó nuestras diferencias, es más, las aumentó. Siete largos días fueron suficientes para saber lo que había que saber. En la sala amarilla, lo discutimos una madrugada.Y, cada uno por su lado, eso dijo.Ahora los niños han crecido. Ya tienen su vida.Estoy otra vez en el andén, dentro de la sala un poco descuidada, viendo cómo pasa la vida de los demás. Hoy siento que estoy tomada de la mano del Nono y que la Abu en cualquier momento llegará con la merienda caliente. Hace mucho frío.
® Cecilia Ortiz